Una vez conocidos los resultados de la elección presidencial peruana realizada el domingo pasado, llaman la atención los malabares dialécticos con que algunos especialistas intentan demostrar que nada de aquello sería posible en Chile.
Porque los vecinos del norte hicieron su elección presidencial pese al preocupante panorama sanitario que les afecta, proporcionalmente mucho más severo que el chileno. Y, no obstante la inclemencia viral, no se amilanaron y el 70% de los ciudadanos concurrieron a emitir su sufragio (obligatorio), para escoger Presidente y Parlamentarios.
La mayoría de los analistas estiman que la extrema fragmentación electoral que se observó en aquellos recientes comicios, con 18 candidatos presidenciales, refleja el escaso rol que hoy desempeñan los partidos políticos peruanos. El vacío político y la falta de liderazgos nítidos, hicieron posible la atomización de las preferencias y la distribución de los votos. El que Castillo y Fujimori, los dos postulantes que se enfrentarán en la segunda vuelta, no hayan logrado superar siquiera el 20% de las preferencias, evidencia esa dispersión. Fenómeno este que también se reflejará en el Parlamento, en el que ninguna fuerza política tendrá los escaños suficientes para brindar al futuro Mandatario un soporte mínimo que le garantice estabilidad y gobernabilidad.
El rechazo a la política tradicional y a las elites que han profitado de la política desde tiempos remotos, sumado al ya mencionado desprecio por los partidos, han llevado a los peruanos a votar por caudillos locales, étnicos o religiosos. Lo anterior, sumado a la tradicional separación de un Perú litoral, urbano, educado, moderno y elitista, contrastado con otro Perú interior, rural, indígena, tradicional y popular, han posibilitado que, en la segunda vuelta del 6 de junio, se enfrenten dos polos diametralmente contrapuestos y estadísticamente próximos, con un resultado imposible de predecir.
Nuestro país, que también vive un inusitado año electoral enmarcado en una inédita crisis sanitaria, haría bien en observar lo acaecido en el país del norte. Porque acá también exhibimos un rechazo profundo a los partidos políticos, a sus líderes y a la manera tradicional de hacer política. Los ampulosos llamados a renovar los liderazgos e innovar las prácticas, ya hemos visto que han terminado en más de lo mismo. El desencanto y el rechazo, sintetizado en el “que se vayan todos” de octubre de 2019 fue indudable.
Por otro lado, la oportunidad de levantar candidaturas a Convencional constituyente, ha permitido el florecer de postulantes regionales como pocas veces hemos visto. Lo anterior, si bien no obedece a una polarización territorial como la señalada en el Perú, expresa una clara distinción entre Santiago y las regiones, que podría generar un regionalismo de gran repercusión. Pero, lo que más llama la atención es la fragmentación y dispersión de las candidaturas. La ausencia de liderazgos claros y predominio político nítido, ha hecho posible que hoy nos acerquemos a la cantidad de candidatos que hubo recién en el Perú. Tal vez en noviembre no serán 18 los postulantes chilenos a la presidencia. Pero serán muy numerosos. Cada semana observamos cómo se presenta uno nuevo. Con muchas ganas, poco apoyo y escaso conocimiento público. Con visiones parciales, populistas y voluntaristas. Y con la esperanza de dar la sorpresa y ascender, como Castillo en Perú, en dos semanas, desde el sexto al primer lugar de las escasas preferencias ciudadanas.
Esperemos que la brisa electoral que viene desde el norte, que arrastra dispersión, atomización, populismo e inestabilidad, se desvíe o desvanezca antes de llegar a nuestras tierras. De no ser así, será difícil escapar del vendaval.