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Donde van a morir los monumentos

Desde tiempos inmemoriales el hombre ha erigido monumentos. Sean megalitos, pirámides, altares, estatuas o esfinges, el impulso humano a rendir homenaje y plasmar en piedra su afecto o reverencia ha cruzado todos los tiempos y sociedades. Por definición, un monumento es una alegoría, una representación simbólica. Su creación expresa sentimientos de admiración, ofrenda o gratitud. Es tal la carga simbólica que los monumentos poseen que, algunas veces, son objetos de desaire, blancos de repudio e instrumentos de catarsis.

Todo lo anterior pareciera resumirse en el monumento al General Baquedano. Erigido gracias al financiamiento de casi 150.000 personas, diseñado por uno de los más destacados escultores chilenos y admirado por generaciones, el monumento no sólo representa una ofrenda al General victorioso, también es un testimonio de homenaje a los miles de soldados que le acompañaron y dieron su vida en la última de nuestras guerras. Así, el monumento a Baquedano simboliza un Chile heroico, esforzado y agradecido.

No obstante, hoy pareciera que la carga simbólica del monumento ha cambiado y devenido en todo lo contrario. Los ataques a la estatua parecieran demostrar cobardía (golpean y mancillan un pedazo de metal) en vez de heroísmo; desprecio (por el arte o la gesta militar) en vez de esfuerzo; e ingratitud (por la multitudinaria erogación popular) en vez de agradecimiento.  Pocas veces hemos podido observar un hecho que describa tan fielmente los tiempos que vivimos, como lo acontecido con el monumento estos últimos años. 

Las hordas violentistas, con actitudes casi clínicas, se empeñaron en arañar, golpear, quemar y cortar el monumento, danzando y aullando en medio del humo y las llamas, reflejando lo atávica, desenfrenada y primitiva que puede llegar a ser una multitud, cuando se siente ajena a toda norma social. La odiosidad demostrada es puramente irracional, no la sustentan en argumento ni reflexión alguna. Dificulto que alguien, en medio de esta caterva, sepa algo más que el nombre de Baquedano o conozca algo siquiera del heroísmo del pueblo movilizado en aquella guerra.

La decisión de trasladar (esconder) el monumento por un tiempo es tan simbólica como la estatua. El “traslado para reparaciones” intenta ocultar, sin lograrlo, lo que es pura y simplemente una claudicación frente a una flagrante violación de la ley. Significa entregar el espacio público a las hordas, despojar de sentido las normas de protección del patrimonio, admitir que el Estado no puede garantizar la libre circulación, la tranquilidad pública o la vigencia de la ley. La decisión revierte la lógica en virtud de la cual se sanciona a quien dañe la propiedad pública. El principio de legalidad, base del Estado de Derecho, ya no rige en ese espacio, como tampoco lo hace en la Araucanía.

Me temo que el “caso Baquedano” es mucho más que agredir un pedazo de metal o trasladarlo para su protección. Es un símbolo del trastoque de valores, de un desprecio por la Historia, de la renuncia a defender el Estado de Derecho y de un Chile profundamente carente de líderes que antepongan los intereses del país, antes que su propia conveniencia. Esta semana se ha claudicado frente a las hordas que agreden, ultrajan y mancillan, entregándoles una plaza que, paradójicamente, quieren llamar “dignidad”. Quizás mañana les entregue otros espacios, más amplios y significativos aún. ¿Qué vendrá ahora, las iglesias, los tribunales, la Moneda? ¿Podremos esconderlos?

No es sólo la estatua, es la dignidad, el honor, la decencia y el respeto lo que se ha escondido. Es un Chile que, poco a poco, esconde sus símbolos y deja morir sus monumentos.

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